En la vejez, sus ojos azules, pelo blanco, semblante sereno y trato afable no se correspondía con la tozudez mantenida a lo largo de su vida. Quizás lo más destacable fue la aventura del pozo. Estaba seguro de que en unos terrenos de su esposa fallecida, encontraría agua a poca profundidad. Por entonces, años treinta o cuarenta del siglo pasado, no había medios para constatarlo, aunque la frondosidad del municipio y otros parámetros justificaban la elevada posibilidad.
Empezó a abrir galerías mientras iba gastándose lo suyo, luego la herencia de su esposa, vendiendo e hipotecando propiedades. En algunas de las galerías, el chorro de agua lo estimulaba a continuar profundizando. Nadie podía disuadirlo del obsesivo proyecto, ni llevarle la contraria.
Pero cuentan las malas lenguas que los hijos, temerosos de la ruina, le reclamaron la legítima de su difunta. Tomaron la decisión cuando a don Abel se le antojó comprar una maquinaria alemana que la propia compañía instalaría. Al fin obtendría el tesoro más preciado en aquellas latitudes. El fracaso no entraba en sus cálculos…
Cuando falleció, los hijos recuperaron algunas propiedades. La reducida finca que permaneció junto al pozo infinito, y que producía las mejores ciruelas jamás catadas por dios alguno, llegó hasta los nietos… Ellos pasaron de la fruta, del pozo, de toda la historia y se repartieron unos eurillos ‘pacaramelos’ que seguramente habrán disfrutado con los biznietos de don Abel.
© Pilar Cárdenes