Lo extraordinario del nacimiento de Ruperta se debió a que fue la
única hija de un matrimonio añoso. En el parto el hombre enviudó y la chica, en
la adolescencia, sintió una especial tendencia por la lectura de novelas
empalagosas con final feliz. Ese pasatiempo, transformado en adicción, la llevaba
a vivir romances con tal intensidad que creía ser la protagonista de todas y
cada una de las historias.
Durante años despreció a los hombres. Sin embargo, cuando
su padre murió, quedó inmersa en un profundo desamparo. Se había esfumado el rancio
beso de buenas noches que remataba cada jornada, y empezó a echar de menos a un príncipe azul
de carne y hueso. Pero la ignorancia de dónde encontrar un hombre tranquilo, fuera
de las esquelas del periódico, la condujo a pasar noches de radio bajo la
almohada para escuchar el programa “love in the air”.
No obtuvo solución alguna.
Leyó libros de magia blanca, negra, aprendió
conjuros, estudió horóscopos, hasta que por fin le cuajaron los libros
de autoayuda. El problema de estos manuales era que se centraban en el “YO”, y eso no era lo que
ella buscaba, ella demandaba un “NOS”. Por último, acudió a la consulta de un
psicólogo con quien se peleó porque le rebatía sus argumentos.
La
solución la encontró un domingo por la mañana en el rastro cuando fue a comprar el tinte para las canas. En aquel puesto vendían pantalones de chicos; en el de enfrente: plantas, flores y tierra
para llevar a cabo la idea de rellenar los vaqueros como si fueran macetas.
Actualmente, Ruperta vive feliz en su
espléndido aislamiento. Le da exactamente igual las quejas de los vecinos por
tener colgados pantalones en el balcón; tampoco le importan las amenazas de los transeúntes
cuando riega sus queridas plantas, esas que algún día serán hombres completos.
© Todos los derechos reservados
1702120722334